El miércoles dejó una postal inquietante en el Congreso: el oficialismo sufrió una seguidilla de derrotas legislativas que no solo evidencian su debilidad numérica, sino también una alarmante falta de conducción política. Doce votaciones consecutivas en contra no son solo un dato estadístico: son el síntoma de una coalición que no logra articular ni siquiera con sus aliados circunstanciales.
Martín Menem, presidente de la Cámara, quedó en el centro de las críticas. Su rol como negociador político parece haber naufragado, incapaz de retener el respaldo de sectores que hace apenas días se mostraban cercanos. Ni los radicales que coqueteaban con La Libertad Avanza ni los diputados referenciados en gobernadores aliados respondieron al llamado. La ausencia de figuras clave como Verasay y Nieri, ambos vinculados a Alfredo Cornejo, fue un golpe directo a la estrategia oficialista.
La situación se agrava si se observa el mapa de gobernabilidad: provincias que en el primer año de gestión de Javier Milei ofrecieron respaldo ahora se alinean con la oposición. Córdoba, Catamarca, Tucumán, Salta, Chaco y otras jurisdicciones marcaron distancia, dejando al Ejecutivo en una posición de extrema vulnerabilidad.
El Congreso no solo rechazó decretos clave, sino que avanzó en proyectos sensibles como el financiamiento universitario y el presupuesto del Garrahan. Además, se activó la Comisión Investigadora del Caso Libra, que podría poner en aprietos a figuras del entorno presidencial.
La lectura política es clara: el oficialismo ha priorizado la construcción territorial en detrimento de los acuerdos parlamentarios. El doble rol de los hermanos Menem como armadores electorales y operadores legislativos se muestra incompatible. La lógica de la rosca exige interlocutores confiables, no emisarios de internas partidarias.
En este contexto, el superávit fiscal —uno de los pocos logros que el gobierno exhibe con orgullo— corre riesgo. Sin mayorías propias y con un Congreso cada vez más hostil, las reformas estructurales que esperan los mercados y el FMI parecen más lejanas que nunca.
La derrota parlamentaria no es solo un traspié táctico. Es una advertencia estratégica: sin diálogo, sin puentes, sin política, no hay reformas posibles. Y sin reformas, el relato libertario empieza a deshilacharse.