Este martes el Gobierno nacional presentó formalmente el Consejo de Mayo, el organismo encargado de traducir en proyectos legislativos los compromisos asumidos en el Pacto de Mayo firmado por el presidente Milei y varios mandatarios provinciales. La reunión inaugural en el Salón de los Escudos marca un punto de partida simbólico para un programa ambicioso de reformas estructurales, entre ellas una reforma laboral, un rediseño del sistema tributario y el compromiso con el equilibrio fiscal.
La iniciativa, que cuenta con representación política, empresarial y sindical, busca erigirse como espacio de diálogo y elaboración técnica. Sin embargo, su legitimidad enfrenta cuestionamientos, no tanto por su intención de reforma —que puede ser debatida en sus méritos— sino por el contexto político y el modo en que se gestó su implementación. La elección de sus integrantes revela un entramado de afinidades con el oficialismo que, lejos de apelar al consenso, parece apuntar a consolidar un esquema de poder más que a pluralizarlo.
A esto se suma la inminente pérdida de facultades delegadas de Federico Sturzenegger, figura clave del gabinete, lo que obliga al Ejecutivo a transitar por el Congreso, escenario donde las tensiones con los gobernadores crecen por reclamos de fondos, coparticipación y obras públicas paralizadas.
Mientras tanto, la ciudadanía observa. No con expectativa, sino con cautela. El Consejo de Mayo nace con el desafío de ser más que un gesto performativo: tiene que demostrar que puede incidir en la transformación del sistema sin convertirse en un dispositivo de validación retórica. La historia argentina está plagada de promesas refundacionales que naufragaron en la retórica. Si esta vez se busca algo distinto, el diálogo no puede ser apenas protocolo. Tiene que ser sustancia.