La decisión del Tribunal Oral Federal N°2 de concederle a Cristina Fernández de Kirchner el beneficio de la prisión domiciliaria marca un punto de inflexión en la relación entre la Justicia y el poder político en la Argentina. Condenada a seis años de prisión e inhabilitación perpetua por la Causa Vialidad, la expresidenta comenzará a cumplir su pena en su domicilio de Constitución, bajo estrictas condiciones: tobillera electrónica, control de visitas y supervisión trimestral por parte de la Dirección de Ejecución Penal.
El fallo, firmado por los jueces Jorge Gorini, Rodrigo Giménez Uriburu y Andrés Basso, se apoya en argumentos legales —su edad, el atentado sufrido en 2022 y la falta de condiciones carcelarias adecuadas—, pero no escapa a la lectura política. Para muchos, representa un gesto de “aflojamiento” del poder judicial frente a la presión social y mediática. Para otros, es una muestra de garantías procesales que deben respetarse incluso en los casos más resonantes. Lo cierto es que la decisión reavivó la grieta: mientras sectores opositores denuncian impunidad, el kirchnerismo salió a la calle.
Desde temprano, Plaza de Mayo se convirtió en el epicentro de una movilización masiva convocada por La Cámpora, sindicatos, organismos de derechos humanos y dirigentes del PJ. Con pancartas que rezan “Argentina con Cristina” y cánticos que apuntan contra el “lawfare”, la marcha busca no solo respaldar a la exmandataria, sino también enviar un mensaje al sistema judicial: la militancia sigue activa y no está dispuesta a ceder terreno.
En este escenario, la Justicia camina por una cornisa. Debe garantizar el cumplimiento de la ley sin ceder a presiones, pero también sin ignorar el contexto social. La prisión domiciliaria de Cristina no cierra una etapa: la abre. Y lo hace en un país donde la política y la Justicia siguen cruzándose en una trama que, lejos de resolverse, se enreda cada vez más.