En el fútbol, los nombres pesan. Pero cada vez menos. Lo que antes bastaba para imponerse —el escudo, la historia, la camiseta— hoy queda opacado por un presente que exige funcionamiento, identidad y carácter. El empate 1-1 entre Boca Juniors y Auckland City en el Mundial de Clubes no solo sorprendió: encendió luces de alarma que ya venían titilando hace rato.
Auckland, semiprofesional en los papeles, fue profesional en su lectura del juego. Ordenado, comprometido y sin complejos, plantó cara a un Boca que todavía no encuentra brújula ni espíritu. Porque el problema no es empatar un partido —eso le puede pasar a cualquiera—, sino empatarlo sin ideas, sin rebeldía, sin reacción. Lo que se vio fue un equipo deshilachado, al que no le sobra talento ni le alcanza la actitud.
Hay que decirlo sin eufemismos: el resultado no es una catástrofe, pero sí un síntoma. Boca no logra imponer condiciones ni siquiera ante rivales de menor fuste, y eso habla de un déficit estructural. La falta de un proyecto deportivo sólido, los vaivenes en la conducción técnica y la dependencia excesiva de lo emocional están pasando factura.
Quienes todavía se aferran a la épica como salvavidas deberán preguntarse si alcanza con la historia para seguir siendo competitivo en un fútbol que ya no espera a nadie. El Mundial de Clubes no da revancha: lo que se deja pasar hoy, mañana pesa como mochila.
El empate con Auckland City debería ser más que una anécdota incómoda. Debería ser un punto de inflexión. Si se elige mirar hacia otro lado, entonces sí, será una derrota. No de un partido. De un rumbo.