En apenas cuatro minutos, Donald Trump volvió a demostrar que la política exterior de Estados Unidos puede definirse con una frase lapidaria: “Habrá paz o habrá tragedia para Irán”. El discurso, pronunciado desde la Casa Blanca tras el bombardeo a las instalaciones nucleares de Fordow, Natanz e Isfahán, no solo confirmó la autoría del ataque, sino que dejó en claro que la administración estadounidense ha decidido abandonar la diplomacia como vía principal.
Trump, flanqueado por su vicepresidente JD Vance y los secretarios Marco Rubio y Pete Hegseth, celebró lo que calificó como un “éxito militar espectacular”. Según sus palabras, las principales plantas de enriquecimiento de uranio de Irán fueron “total y completamente destruidas”, en una operación conjunta con Israel que, según el mandatario, “el mundo no ha visto en muchas décadas”.
Pero más allá del tono triunfalista, el mensaje encierra una advertencia: si Teherán no cede, los próximos ataques serán “mucho mayores y mucho más fáciles”. La retórica recuerda a los momentos más tensos de la Guerra Fría, pero con un componente nuevo: la inmediatez de las redes sociales, donde Trump ya había anticipado el ataque como un “momento histórico” para Estados Unidos, Israel y el mundo.
El discurso también tuvo un componente emocional. Trump evocó a los soldados estadounidenses heridos por bombas iraníes, mencionó al general Qassem Soleimani y agradeció a las fuerzas armadas por su “patriotismo” y “valentía”. En ese marco, la narrativa se construyó no solo como una respuesta militar, sino como una cruzada moral contra lo que definió como “el matón de Oriente Medio”.
La pregunta que queda flotando es si este ataque marcará el inicio de una nueva guerra regional o si, como sugiere Trump, será el golpe que obligue a Irán a negociar. Lo cierto es que el mundo ha entrado en una nueva fase de tensión, y el discurso del presidente estadounidense no buscó calmar las aguas, sino agitarlas con fuerza.
