La marcha de jubilados de ayer, destinada a exigir derechos fundamentales como una mejora en los haberes jubilatorios y el acceso a medicamentos, estuvo marcada por escenas que poco tienen que ver con la democracia y la libertad de expresión. Lo que debería haber sido una manifestación pacífica, se tornó nuevamente en un escenario de tensión y represión, dejando en evidencia una preocupante respuesta estatal frente al reclamo social.
Entre los episodios más alarmantes, se registró el uso de gas pimienta para dispersar a los manifestantes, una herramienta que, más allá de sus implicancias físicas inmediatas, simboliza el deterioro del diálogo entre el pueblo y sus autoridades. Además, la agresión a un fotógrafo, golpeado por un policía en motocicleta, resalta los riesgos que enfrentan quienes se esfuerzan por documentar estas movilizaciones, convirtiendo su labor en una tarea no solo imprescindible, sino también peligrosa.
El contexto de estas acciones represivas no es aislado, sino que forma parte de un patrón que parece repetirse en cada protesta social significativa. La utilización de vallas y efectivos policiales para contener a un grupo de adultos mayores no solo resulta desproporcionada, sino que también envía un mensaje de desconexión y falta de empatía por parte de quienes tienen la responsabilidad de gobernar.
Resulta fundamental reflexionar sobre cómo estas respuestas impactan en la legitimidad del Estado ante los ciudadanos. La represión no apaga las voces de los jubilados; las amplifica. Cada golpe, cada nube de gas, refuerza el sentimiento de abandono y la necesidad de continuar luchando.
La protesta social es un derecho consagrado, y su criminalización, implícita o explícita, debilita los pilares de nuestra democracia. Los jubilados, que han dedicado sus vidas al desarrollo de nuestro país, merecen un trato digno, no solo en sus haberes, sino también en cómo sus reclamos son escuchados y abordados.
